domingo, 1 de diciembre de 2013

Jiddu Krishnamurti

Fragmentos


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En mis pláticas, no voy a tejer una teoría intelectual. Hablaré de mi propia experiencia, la cual no nace de ideas intelectuales, sino que es real. Por favor, no piensen en mí como en un filósofo que expone un nuevo conjunto de ideas para que el intelecto de ustedes pueda hacer malabares con ellas. Eso no es lo que voy a ofrecerles. Más bien, quisiera explicar que la verdad, la vida de plenitud y riqueza interna, no puede ser realizada por intermedio de otra persona, mediante la imitación o mediante alguna forma de autoridad.

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El hombre modifica el medio, y el medio modifica tal o cual parte del hombre que está conectada con la modificación del medio, no al hombre en su totalidad, en su profundidad más recóndita. Ninguna presión exterior puede efectuar tal cosa, sólo modifica las partes superficiales de la conciencia. Tampoco el análisis psicológico puede provocar la mutación, puesto que todo análisis se sitúa en el campo de la continuidad. Tampoco la experiencia puede provocar la mutación por más exaltada y "espiritual" que sea. Por el contrario, cuanto más aparezca ésta como una revelación, más condicionará. En los dos primeros casos -modificación psicológica producida por el análisis o la introspección, y modificación producida por una presión exterior- el individuo no sufre transformación profunda alguna: sólo se ve modificado, reformado, reajustado, para poder adaptarse a lo social.

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La conciencia es conocimiento. ¿Acaso no diría usted que toda nuestra existencia es experiencia? De la experiencia tanto si es científica, emocional o sexual, adquirimos conocimientos. Y ese conocimiento se almacena en el cerebro como memoria. La respuesta de la memoria es pensamiento. Dígase como se diga, ése es el proceso.

Mi conciencia soy yo, no soy distinto de mi conciencia. Por tanto, el observador es lo observado. Eso es un hecho. Mi conciencia es la conciencia de la humanidad; no está separada. Y esa conciencia ha conocido conflictos, dolor. Ha inventado a dios. El individuo ha vivido veinticinco mil años en esta miseria, inventando tecnología y utilizándola para destruirse unos a otros.

Al cabo de veinticinco mil años soy lo que soy. Todos vemos esto. Hitler ha dejado su huella sobre nosotros, y lo mismo han hecho Buda y Jesús, en el caso de que hayan existido. Mi condicionamiento es el resultado de todo eso. Mi pregunta es: ¿es posible vivir sin estar condicionados? Y yo respondo que sí; que es posible estar completamente descondicionado.

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En todas partes del mundo, los hombres así llamados santos han sostenido que mirar a una mujer es algo totalmente censurable;
dicen que uno no puede acercarse a Dios si se abandona al sexo; por lo tanto, lo hacen a un lado aunque se sientan devorados por él. Pero, al negar la sexualidad, se sacan los ojos y se cortan la lengua, porque niegan toda la belleza de la tierra. Han hambreado sus mentes y sus corazones; son seres humanos desecados; han desterrado la belleza, porque la belleza está asociada con la mujer.

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El miedo es tiempo y pensamiento. Le damos una continuidad al miedo por medio del pensamiento, y por medio del pensamiento le damos una continuidad al placer. Este hecho es sencillo: pensando en el objeto de nuestro placer, le otorgamos al placer una continuidad, y lo mismo hacemos con el miedo, pensando en el objeto de nuestro temor. Si yo tengo miedo de usted -o de la muerte, o de alguna otra cosa- pienso en usted o en la muerte y así alimento el miedo. Si, por el contrario, llegásemos a encontrarnos cara a cara con el objeto de nuestro miedo, éste cesaría.
Hablo del miedo psicológico, no del miedo de un peligro físico que uno trata de alejar, lo cual es natural. Considere usted el miedo a la muerte. ¿En qué consiste ese miedo? Dividimos la totalidad del fenómeno vital en vida y muerte. La vida es conocida, y de la muerte nada se sabe ¿Se tiene miedo de lo que no se conoce, o más bien se tiene miedo de perder lo que uno conoce? Es evidente que vida y muerte son dos aspectos de un mismo fenómeno. Si dejamos de considerarlos como dos fenómenos diferentes, ya no hay conflicto.

Uno conoce generalmente la causa del temor; la muerte, la opinión pública, las cosas que uno ha hecho y que no quiere que sean descubiertas, etc. La mayor parte de las personas conocen la causa de su miedo, pero eso evidentemente no pone fin al miedo. Por el análisis puede uno descubrir alguna oculta causa del temor, pero tampoco esto libera de él a la mente. Lo que la libera del temor y os aseguro que la liberación es completa- es el darse cuenta del temor sin la palabra, sin tratar de rechazar el temor o escapar de él, sin querer estar en algún otro estado. Si con toda atención os dais cuenta del hecho de que hay temor, entonces hallaréis que el observador y lo observado son una sola cosa, no hay división entre ellos. No hay un observador que dice: “Tengo miedo”; hay sólo el miedo sin la palabra que indica ese estado. La mente ya no escapa, ya no trata de librarse del temor, ya no trata de hallar la causa, y por lo tanto ya no es esclava de las palabras. Sólo hay un proceso de aprender, que es el resultado de la inocencia, y una mente inocente no tiene miedo.

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Una experiencia llamada espiritual es la respuesta del pasado a mi angustia, a mi dolor, a mi temor, a mi esperanza. Esta respuesta es la proyección que ocurre para compensar un estado miserable. Mi conciencia proyecta lo contrario de lo que ella es, porque yo estoy persuadido de que ese contrario, exaltado y dichoso, es una realidad consoladora. Así, mi fe católica o budista construye y proyecta la imagen de la Virgen o del Buda, y esas invenciones despiertan una emoción intensa en esas mismas capas inexploradas de la conciencia que habiéndolas inventado sin saberlo, las confunde con la realidad. Los símbolos, o las palabras, se vuelven más importantes que la realidad. Se instalan en calidad de memoria en una conciencia que dice: “Yo sé, puesto que he tenido una experiencia espiritual”. Entonces las palabras y el condicionamiento se vitalizan mutuamente en el círculo vicioso de un circuito cerrado.

El hombre está persuadido de que vivir experiencias es vivir realmente. De hecho, lo que se vive no es la realidad sino el símbolo, el concepto, el ideal, la palabra. Vivimos de palabras. Si la vida llamada espiritual es un perpetuo conflicto, es porque en ella formulamos la pretensión de alimentarnos de conceptos, como si teniendo hambre pudiéramos alimentarnos con la palabra “pan”. Vivimos de palabras y no de hechos. En todos los fenómenos de la vida, ya se trate de la vida espiritual, de la vida sexual, de la organización material de nuestro tiempo de trabajo o de descanso, nos estimulamos por medio de palabras. Las palabras se organizan en ideas, en pensamientos, y sobre la base de esos estímulos, creemos vivir tanto más intensamente cuanto mejor hayamos sabido, gracias a ellas, crear distancias entre la realidad (nosotros, tales como somos) y un ideal (la proyección de lo contrario de lo que somos).

El exigir experiencias más grandes significa escapar de lo 'que es'. Sin embargo sólo en lo 'que es' está el misterio de la vida.

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Las religiones hacen su propaganda con el fin de obtener poder sobre las conciencias. Procuran apoderarse de la infancia para condicionarla mejor. Las religiones de las Iglesias y las de los Estados, proclaman la necesidad de todas las virtudes, mientras que su historia no es sino una serie de violencias, de terrores, de torturas, de matanzas inimaginables.

De hecho, en nuestra época, la religión, como verdadera comunión del hombre con aquello que lo supera, no desempeña ningún papel en la trayectoria de los asuntos humanos. Más bien es todo lo contrario: las organizaciones religiosas son instrumentos políticos y económicos.

Un espíritu verdaderamente religioso está desprovisto de todo miedo, porque está libre de todas las estructuras que las civilizaciones han impuesto a lo largo de los milenios. Un espíritu semejante está vacío, en el sentido de que se ha vaciado de todas las influencias del pasado, sea colectivo o personal, así como de las presiones que ejerce la actividad del presente, la cual genera el futuro.

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La verdad no puede ser percibida a través del tiempo. La verdad no está cuando está el 'yo'. No puede existir si el pensamiento se mueve en cualquier dirección. La verdad no es algo que puede ser medido. Y sin amor, sin compasión, con su propia inteligencia, no puede estar la verdad.

No puedo ir a la verdad, o ver la verdad. La verdad sólo puede existir, puede ser, o es, sólo cuando el yo no está.

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Siempre se ha preguntado, ¿existe algo más allá de todo este sufrimiento, más allá de todo este caos, más allá de las guerras, de la constante lucha entre los seres humanos? ¿Existe algo que sea inmutable, sagrado, absolutamente puro, no contaminado por ningún pensamiento ni por ninguna experiencia? Desde los tiempos antiguos, éste ha sido el interrogante de todas las personas serias. Para descubrirlo, para dar con eso, es imprescindible la meditación, pero no la meditación repetitiva que no tiene ningún sentido. Cuando la mente está libre de todo conflicto, de cualquier afán del pensamiento, entonces existe una energía creativa que es verdaderamente religiosa. Dar con esa energía que no tiene principio ni fin es la verdadera profundidad y belleza de la meditación lo cual requiere libertad de todo condicionamiento.
Así que hay un origen, una "base" inicial desde la cual surgen todas las cosas, y esa "base" inicial no es la palabra; la palabra nunca es la cosa. La meditación consiste en dar con esa "base" que es el origen de todas las cosas y que está libre de todo tiempo. Éste es el camino de la meditación, y bienaventurado es el que lo descubre.

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