El campeón
Cuando pasaba por delante de un elegante palacete, en el centro de Bagdad, Nasrudín se percató que en su interior se estaba celebrando una fiesta. Atraído por el olor de la cabra asada, se metió en la casa, pasando indiferente entre los guardias, y se sentó a la mesa.
Después de la comilona, el anfitrión pidió silencio.
—Amigos míos, dijo, os he invitado aquí para celebrar mis últimas y grandes victorias. Como sabéis, he sido el campeón de lucha de esta ciudad durante tanto tiempo. Pero ahora, tras haber derrotado a mis competidores en otras ciudades, ¡soy campeón de todo el país!
Los comensales aclamaron a su anfitrión. Sólo Nasrudín permaneció en silencio, lo que asombró y enfureció al luchador:
—¿No te impresiona que haya pulverizado a mis enemigos y tirado al suelo a los mejores luchadores que esta tierra puede ofrecer?, dijo.
—Depende, contestó el Mullah. Esos hombres, ¿eran más débiles que tú?
—¡Por supuesto!, se jactó incontrolable el luchador. Eran tan débiles como moscas, tan insignificantes como las más diminutas hormigas.
—¿Entonces, qué mérito hay en derrotar a un hombre más débil que tu?, agregó Nasrudin.
lunes, 11 de marzo de 2013
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...muy buena moraleja!...que razón tenía Nasrudin.
ResponderEliminarSaludos.
Ramón